Las personas elegimos caminos que recorrer, elegimos nuestro propio proyecto de vida para desandarlo y vivirlo tal como lo soñamos. Pero también nos toca vivir en determinado lugar y en determinado tiempo, compartir un espacio con otras personas cuyos proyectos de vida podrán estar más o menos emparentados con el nuestro, pero de seguro que jamás serán iguales. Porque las personas tenemos eso que nos hace tan humanos de ser todos distintos.
Ocurre que vivimos en sociedad, compartimos las mismas leyes y las mismas instituciones y pretendemos que esas instituciones resguarden nuestros proyectos de vida que son tan personalísimos como nuestra propia vida.
Atrás quedaron los tiempos en los que una Nación podía decir cómo había que vivir; atrás quedó Roma, atrás quedó la edad media y su inquisición, atrás quedó la Alemania Nazi, atrás quedó Onganía, atrás quedaron muchas ideas que intentaron por todos los medios fundirnos en una masa informe sin identidad ni aspiraciones ni deseos.
En esas sociedades sólo importaba la religión oficial, aquella voz de mando que nos decía como vestir, como pensar, a quien idolatrar, y, sobre todo nos decía cómo vivir la vida. Vida que en aquellos tiempos le pertenecía injustamente al que mandaba.
Pero en la puja por la felicidad la vida siempre se hace lugar entre las redes del poder, entre las redes de la mezquindad y vuelve a su último dueño: La persona humana. Sólo la persona puede disponer de su vida y vivirla como lo soñó, y no se trata de antojos ni de caprichos; se trata de proyectos de vida cuya elección radica allí, en lo más profundo del ser humano donde sólo hay soledad, donde sólo está la persona consigo misma decidiendo que quiere para su vida. Entonces se vuelve fundamental para la persona que nadie pueda disponer de su proyecto, que nadie pueda interferir en tales situaciones.
El Estado tiene la obligación de no interferir en las decisiones personalísimas, de mantenerse neutro, de crear una esfera de respeto y de otorgar los derechos necesarios para que todos los hombres y mujeres tengan las mismas posibilidades. Y esta igualdad de posibilidades nada tiene que ver con una distribución de bienes materiales, sino que tiene que ver con un ambiente de paz y de garantías para que el miedo, que es arma y escudo de los mezquinos, no pueda destruir la vida de nadie.
Alguna vez un pensador habló de “apelar al cielo” en aquellos momentos en los que el Estado no garantizaba las libertades y derechos básicos. Hablaba de ello entendiendo que Dios quiere que todos sean libres. Hoy apelan al cielo para destruir vidas, para inmovilizar voluntades, para desterrar la libertad. Y no hay debate. No hay debate porque no se puede debatir un derecho humano, un derecho a la plenitud. Y tampoco se lo puede plebiscitar, porque nadie puede opinar sobre el derecho de otros a realizar su propio proyecto de vida.
Imaginemos por un instante un plebiscito en el que nos preguntáramos si estamos de acuerdo con la libertad religiosa. Pero poco podemos esperar de aquellos que alguna vez se preguntaron si los habitantes de América tenían alma, de aquellos que se plantearon seriamente desterrar al mal mediante la muerte de las personas, de aquellos que se aliaron con Franco. Y de aquellos otros que plebiscitaron los derechos de los judíos, de aquellos otros que tantas veces nos apagaron la luz.
Pero no es una cuestión religiosa, es una cuestión civil, de la ciudad de los hombres, de la ciudad de los que estamos vivos, de los que aún no sabemos que nos pasará después de muertos, pero que sí estamos seguros de que queremos una sociedad sin excluidos morales ni segregación.
Lamentablemente la mezquindad siempre existirá, siempre existirán los mezquinos, aquellos que escudándose en falsos respetos y libertades apócrifas reclamarán el status quo, querrán que todo siga igual, que nada cambie y que los excluidos sigan siendo excluidos y que los que nunca pudieron integrarse nunca más se integren. Porque para el mezquino sólo es válido su proyecto de vida. Y si alguien quiere ampliar los derechos para que otros lleven adelante sus proyectos de vida el mezquino gruñirá, marchará, torturará y hasta quizás mate por algo que a él no le quitará nada, sino que ampliará los derechos de todos. Es la fábula del perro del hortelano, aquel perro mezquino que tanto cuidó la huerta de su amo que no lo dejaba comer, aún cuando a él no el interesaban las verduras.
No queremos una vida injusta en la que los proyectos de vida vengan desde afuera, queremos una sociedad libre e igualitaria donde todos puedan seguir sus propios proyectos de vida, proyectos que no podemos decir si uno es mejor que otro o no. Porque en esa incapacidad de decidir sobre lo bueno o lo malo de los proyectos de vida es donde radica la condición humana.
Ser más personas no es tener la salvación asegurada; ser más personas es no condenar los proyectos de vida de los otros. Ser más personas es comprender que sólo nosotros mismos podemos decidir sobre lo que queremos para nuestras vidas.
Juan Ignacio Zoppo
DNI 32103096
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